lunes, 21 de junio de 2010

CAPÍTULO 25 (PARTE 2)

Once de la noche. Sábado. Vero y yo en el cine, viendo una mierda de película que ya llevaba una hora de duración y que no había conseguido que me riera ni una vez cuando, se supone, que el objetivo de una película cómica es hacer que el espectador se ría.
- ¿Nos vamos? – dijo Vero mirando hacia mí.
- Sí, por favor.
Bajamos las escaleras a oscuras y esperé a estar fuera de la sala para decirle:
- ¡Que coñazo de peli!
Se echó a reír.
- Estaba esperando a ver si decías algo de irnos, pero ¡Jesús! Ya llevábamos una hora y no aguantaba más, así que pensé: lo digo yo y punto.
- Menos mal, porque yo también estaba esperando a que dijeras algo…
- Y sabes por qué aguantamos toda una hora ¿no? – dijo mientras salíamos a la calle.
- Porque la chica estaba buena.
- Eeeexacto.
Ambas empezamos a reír de nuevo.
- Pero ya era demasiado coñazo – añadió – incluso aunque estuviera la chica.
- Ya.
- Y al fin y al cabo para ver a una tía buena te tengo a ti.
- ¡Vero!
- ¿Qué? ¿Ahora tengo que fingir que no lo eres? Y yo que pensé que estábamos en una sociedad abierta y todo eso…
- ¡Boh!
Me agarré a ella mientras cruzábamos la calle a modo de agradecimiento por lo que había dicho.

- Bueno ¿y tú cómo estás? – preguntó Vero cuando nos sentamos en una cafetería cerca del cine.
- ¿Cómo estoy de qué?
- ¿Creíste que no iba a darme cuenta del día que era, que iba a pensar que era una casualidad que me llamaras justo hoy para salir a hacer algo juntas?
- No sé a qué te refieres.
- Ya – dijo con tono irónico – Tampoco sabes que hoy es 5 de abril ¿no?
Suspiré. ¿Realmente creí en algún momento que no se iba a dar cuenta?
- Ok, tienes razón.
- ¿Por qué tratas de ocultármelo? Todos los años hacemos algo juntas este día y todos los años tratas de hacer cómo que no pasa nada.
- Porque no es fácil para mí.
Se levantó de su sitio y se sentó en el banco en el que estaba yo, a mi lado.
- Ya lo sé, Amy. Pero a estas alturas, después de tantos años juntas, también deberías saber que no puedes ocultarme nada y, sobre todo, que no tienes por qué hacerlo.
Intentó acariciarme pero tan pronto como acercó la mano a mi pelo me acerqué a ella apoyando la cabeza en su hombro y abrazándola.
- ¡Agh! Odio este día. No sé por qué pero siempre me afecta, por mucho tiempo que haya pasado, aunque ya lo tenga superado, en esta fecha siempre me parece que vuelvo a estar en el mismo punto que entonces – dije casi susurrando.
- Es normal que el aniversario de la boda de tus padres te afecte, aunque ya no estén juntos, aunque hace años que lo has asumido. Simplemente te pones a pensar en cómo habrían sido las cosas si no se hubieran separado, a mí me pasa lo mismo en el aniversario de los míos.
- ¿De verdad?
- Claro. La única diferencia es que yo ese día te llamo y te digo que estoy mal y necesito animarme en cambio tú haces como que no pasa nada, hasta que yo consigo sacártelo. Pero bueno, sabes que yo te quiero igual.
Sonreí, porque para bien o para mal, tenía razón. Pero lo cierto es que con esa frase Vero había resumido gran parte de mi carácter: por un lado tengo esa tendencia a no contarlo todo, o a tardar en hacerlo, a dejar que sean los demás quienes vayan descubriéndome (lo que a veces supone pérdidas de tiempo, malentendidos…); y por otro lado, es verdad que esa fecha me afectaba especialmente, no porque se hubieran divorciado, porque eso al fin y al cabo sucede en muchas familias, sino por lo que vino después (por los años de peleas, porque mi padre se fue de la ciudad, a cientos de kilómetros de aquí, por las situaciones incómodas, las navidades, cumpleaños, cenas, celebraciones, tristezas… no compartidos).
Porque siempre tuve claro que lo que más me había afectado en la vida no era que mis padres no estuvieran juntos, sino que mi padre no estuviera conmigo, que no se portara como un padre. Odiaba cuando después de que yo dijera que vivía con mi madre y mis hermanos o después de que siempre los mencionara solo a ellos, alguien me preguntaba “¿y tu padre?”. Odiaba tener que decir “no vive aquí”. Pero lo que más odiaba no era que no viviera aquí sino tener la completa certeza de que esas personas que preguntaban, con el tiempo, si se relacionaban conmigo, se darían cuenta de que él no solo no vivía aquí, sino que nunca estaba aquí, era una ausencia permanente en mi vida. Era como la entrada que conservas de aquel concierto al que al final no pudiste ir, como las fotos de anuario de los compañeros de último curso a los que nunca volviste a ver, como los sueños que tanto perseguías cuando eras niño y que no alcanzaste, como el momento que nunca lograste olvidar pero que nunca volvió a repetirse, como un final abierto que no es el que esperabas, como un libro sin acabar, como un borrón en una carta que nunca llegaste a descifrar, como un “te quiero” no escuchado o nunca dicho, como una voz olvidada por el paso del tiempo, como un viaje interrumpido. Siempre estuvo ahí, pero porque yo le tuve presente, no porque realmente estuviera. Fue una sombra de lo que debió ser. Y una sombra, permanente año tras año, puede dificultar tu visión. Tal vez ahora, años después, yo seguía sin ver las cosas claras.
Y lo cierto es que con mi padre tan solo recuerdo algunos escasos momentos memorables. Existentes, sí, pero escasos para tratarse de la influencia positiva de un padre en su hija durante 16 años y, sobre todo, lejanos. Recuerdos como el de habernos tirado por un tobogán de agua en un hotel, como el de ir cantando juntos canciones de Laura Pausini y los Back street boys en el coche cuando me llevaba a la playa, como el de un día en que aún estaba en casa y no tenía que trabajar y me cogió en brazos para jugar juntos al ordenador, como cuando me levantaba en el aire y bailaba conmigo o como cuando venía a recogernos para pasar el fin de semana juntos. Pero la verdad es que son vagos recuerdos que tal vez incluso estén idealizados por el paso del tiempo o que no sean del todo reales sino producto de lo que alguien me contó o de una foto.
Hace tiempo descubrí unas cartas que mi padre le escribió a mi madre cuando estaba de misión con el ejército en Bosnia. Mi madre las guardó por si algún día mis hermanos o yo queríamos leerlas, pero nadie sabe que lo he hecho. En ellas descubrí que cuando habla de cómo sonaba mi voz por teléfono o de cómo se acordó de mí cuando vio en una película que el peluche del niño se llamaba como mi primer peluche, Howie; mostraba una ternura enorme por la forma en que se refería a mí, por la forma de hablarle a mi madre. Nunca supo mostrarme esa ternura. Y siento que él ya no es esa persona y que, desgraciadamente, yo nunca llegué a conocerle cuando aún lo era. Pero, pese a quien pese y a pesar de todo lo que ocurrió después, en esos recuerdos escasos que conservo, él era un héroe para mí. No he llegado a entender cómo pudieron estropearse tanto las cosas, cómo llegó a ser tan solo una sombra. Como leí en Beatriz y los cuerpos celestes de Lucía Etxebarría: Imposible determinar a qué edades corresponden estos recuerdos. Imposible precisar en qué momentos se desgajó ese frágil cordón que nos unía. Imposible convenir cuándo tomé partido por mi madre y empecé a odiarle. Imposible averiguar hasta qué punto le quise, pero una semilla de dolor en el recuerdo me hacía sospechar que sí le quise mucho, cuando era muy pequeña, de esa forma absoluta en que todos los niños adoran a sus padres.

4 comentarios:

  1. eiiii!!! el otrod ia me encontre tu blog es genial sigue asii

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  2. Estaba esperando los nuevos capítulos... ahora me quedo con ganas de más grrrr ;) Genial..como siempre

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  3. genial amoreee........ como siempreeee
    tu es ma princesse

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