miércoles, 8 de junio de 2011

CAPÍTULO 33 (PARTE 1)

MIÉRCOLES

Nunca me han gustado los hospitales. Como supongo que a nadie le gustan, simplemente lo recalco. Ni su olor, ni ese silencio mezclado entre el ruido, ni la gente que viene y va pero no llega a ninguna parte. No entiendo cómo puede una persona levantarse cada mañana e ir ahí a trabajar; y la verdad no sé si admiro al que es capaz de hacerlo o le temo.
Acabábamos de entrar en el parking del hospital provincial de Pontevedra. Comenzarían a operar a Britney en unas horas. Cerré la puerta y salí fuera del coche. Suspiré, notando como el viento, inexplicablemente frío a esas alturas del año, golpeaba mi cara. Antes de entrar en el hospital supe que ese instante marcaría el principio de un momento clave en mi vida, supe que cuando volviera a cruzar el umbral de esa puerta mi vida habría tomado una dirección u otra, determinada por la presencia o ausencia de Britney en ella. Cuando agarré la puerta del edificio me sentí como en una encrucijada, o lo que los americanos denominan “crossroad”.

Cerró la puerta y le sonreí mientras se acomodaba en el asiento de atrás. Su madre arrancó el coche que nos devolvía a Pontevedra tras esa última noche juntas antes de la operación.
- ¿Descansasteis?
- Mucho – contestó Brit guiñándome un ojo.
Saqué mi móvil y escribí para que su madre no pudiera oírme diciéndolo:
- Why are u so sexy?
Me lo sacó de las manos para contestar:
- Cause I’m Britney, bitch.
Me eché a reír pero ella empezó a hablar con su madre para disimular un poco. Cuando llegamos a nuestro edifico, yo me fui a mi casa y ellas a la suya. Britney y yo habíamos hablado de que debería pasar esas últimas horas antes de ir al hospital con su familia; y precisamente por eso habíamos pasado el día anterior a solas. Así que me pareció conveniente dejarles algo de espacio. Y no aparecí hasta las siete de la tarde, poco antes de llevar a Britney al hospital.


Estaba en la sala de espera tomándome un café mientras preparaban a Brtiney. En unos minutos la llevarían a quirófano, pero antes me iban a dejar entrar un poco para despedirme. Ese tiempo de espera, con sus padres en un hospital, fue uno de esos momentos en que uno no puede evitar estar nervioso, por mucho que lo intente. Salvo que sea de hierro y tenga el corazón de hielo. Pero siempre me he negado a creer que existía gente así, gente que nunca expresa lo que siente, que nunca se emociona. Tal vez, precisamente, porque yo soy justo lo contrario.


Desperté en una cama vacía esa mañana. Tardé unos segundos en saber dónde estaba, como me pasaba cada vez que dormía en una habitación que no era la mía o a la que no estaba acostumbrada.
Hasta que oí suavemente su voz. Como ya he dicho, no estaba en la cama. Pero al no fiarme de mi somnolencia estiré la mano sin, por supuesto, encontrar nada. Entonces me giré hacia la única puerta que estaba abierta. Y allí, rodeada por los muebles de madera de un baño precioso de una casa de verano, entre el vaho provocado por la ducha, como una aparición, como un sueño, estaba ella; con una toalla rodeando su cuerpo desnudo y el pelo mojado cayendo sobre los hombros, se miraba en el espejo y tarareaba. No supe el qué, no lo reconocí.
Se dio cuenta de que ya estaba despierta y de que la estaba mirando y sonrió. Se apoyó en el umbral de la puerta y en apenas un susurro me dijo:
- Buenos días princesa. – Se acercó a la cama y se arrodilló a mi lado – He soñado toda la noche contigo, íbamos al cine y tú llevabas aquella chaqueta de cuero que me gusta tanto. – me guiñó un ojo mientras yo me echaba a reír por el cambio con respecto a la cita de la película “La vida es bella” – Sólo pienso en ti princesa. Pienso siempre en ti.

Sonreí con lágrimas en los ojos y la abracé, tumbándola conmigo en la cama, mientras nuestras carcajadas se entremezclaban en el aire con el calor procedente del baño, con el olor de su pelo a champú y con el sonido de mis lágrimas recorriendo nuestra piel.

martes, 7 de junio de 2011

CAPÍTULO 32 (PARTE 8)

Me quedé quieta mientras se quitaba la ropa para meterse en el agua. Las luces de la luna brillaban sobre el mar y provocaban reflejos preciosos en su cuerpo desnudo. Recordé entonces, cada vez que la había visto desnuda, cada momento de intimidad compartida entre sonidos inarticulados y surcos de caricias. Recordé esa primera vez que hicimos el amor en la excursión, esa sensación repentina de estar unida a alguien de una forma que nunca antes había experimentado. Ese sentimiento de vulnerabilidad y control al mismo tiempo.
Nunca la quietud había provocado un movimiento tan intenso en mí.
- ¡¿Estás locas?! – grité.
- ¿Y quién no? – me respondió metiendo los pies en el agua – Además, las decisiones más importantes de tu vida se toman siempre con cierto grado de locura.
Me acerqué a la orilla para escucharla mejor y mientras ponía los brazos alrededor de mi cuello continuó su explicación:
- Hablar contigo el primer día que nos chocamos en el portal. Locura. Dejarte entrar en mi vida sin dudar aunque a penas te conociera. Locura. Decirte aquella primera vez que me gustabas. Locura. Mucha gente pensará que estamos locas, mucha gente lo habría dejado por cosas mucho más insignificantes que las que nos han pasado a ti y a mí, para mí son ellos los que están locos. Nunca habría dejado escapar a alguien como tú. Nunca habría antepuesto mis miedos o mi orgullo a nuestra felicidad compartida. Y quiero dejar eso claro por si el mundo se acaba en dos días, quiero que nunca dudes de que tanto si tengo la oportunidad de vivir muchos años más como si no, mis decisiones seguirían basándose en éste loco – dijo señalándose el corazón – ése que siempre me dijo que tú eras la decisión más temeraria y acertada de mi vida.
Adoraba esos extraños monólogos románticos que de vez en cuando le salían de la nada.
- Me alegro entonces de haber conocido a la persona más loca del mundo – dije antes de besarla.
Hay días, incluso meses de una vida en los que no ocurre nada que marque una diferencia, nada que te cambie para siempre, nada tan memorable que te haga sentir que siempre lo llevarás contigo. En cambio, hay horas de una vida que perdurarán para siempre. Esa noche pertenece al segundo grupo. Los momentos de esa noche los recordaría toda mi vida, los momentos de esa noche valen toda una vida.
Hicimos el amor en el mar, mientras sobre el agua flotaban un futuro y un pasado que rompieron contra las rocas de la playa, empujados por las olas. Acaricié su cuerpo sin apartar mi mirada de la suya. Y sentí cómo temblaba en mis brazos, cómo el mundo entero temblaba, cómo el agua, la playa, la luna, eran meros espectadores que podría haber sido remplazados por otros cualquiera. Porque lo importante era esa mirada que no se rompió hasta que ambas lo hicimos, esa sensación de estar justo donde y con quien deberías estar, ese cuerpo temblando en mis manos. “I was screaming: long live the look on your face”.
Si tuviera que elegir un solo momento que vivir de nuevo; al contrario de lo que pueda parecer, nunca elegiría ese, porque fue exactamente cómo debió ser, improvisado, irrepetible. Ni si quiera hizo falta que, como habíamos hecho tantas otras veces, nos dijéramos “te quiero” con respiraciones entrecortadas. Cualquier cosa dicha o hecha, más allá de las caricias y miradas, habría sobrado, habría estropeado aquel momento.
Y cuando ese momento pasó y nos devolvió a la realidad, mientras el mundo volvía a girar, supe que yo no volvía a él de la misma forma, que ya no era la misma. Sonreímos, apoyando nuestra frente la una sobre la otra y abrazándonos.
Y con un simple gesto le agarré la mano y la ayudé a salir del agua.
Nunca pensé en lo insensato que fue bañarse desnudas en el día anterior a una operación a vida o muerte. Nunca pensé en la muerte mientras hacíamos el amor en esa playa, sólo en la vida. Y en cuánto significaría ese recuerdo en nuestra vida, o en la mía si ella se iba. “May these memories break our fall”.
Nos duchamos con agua caliente al salir, para entrar en calor, y nos metimos en la cama. Hablamos durante horas, de todo y de nada, aunque nunca llegamos a hablar de aquel momento en el agua, ni yo tampoco lo quise así.
Y en algún momento, entre la noche y el amanecer, se durmió en mis brazos y yo poco después. Terminaba así ese martes lleno de emociones, en el que sólo existíamos ella y yo y un acto tan cotidiano como comer se convertía en una imagen grabada para siempre. Al despertar Britney volvería a casa y se operaría por la noche. Al despertar sería otro día y volveríamos a ese mundo en el que poco o nada influyen muchas de nuestras decisiones, en el que el azar puede hacer que una persona tenga cáncer y otra no, en el que podía marcharse para siempre.